sábado, 9 de junio de 2012

El síndrome de las Azores

El síndrome de las Azores
Marzo de 2003. El momento era de euforia total. En España. El crecimiento económico-si bien no se podía ni comparar a los de los estados llamados "emergentes" - permitía la arrogancia. En Europa los mismos que ahora se hacen cruces hablaban de "milagro español", que, junto con el irlandés, rivalizaba con el de Fátima. José María Aznar enfilaba la recta final de la segunda legislatura. Cargado de confianzas, fue él, según dicen, quien impulsó la denominada cumbre de las Azores, que reunió, junto con el presidente español, el de los Estados Unidos, George W. Bush, y el primer ministro británico, Tony Blair. Aznar se sentía importante. Tanto, que se dejó fotografiar con sonrisa herniado de hiena, los zapatos por delante y fumando con placer un habano. En ese momento de gloria sentenció, orgulloso, que los dueños del primer mundo no estaban allí "para declarar la guerra en Irak". Tres días después las tropas de Estados Unidos invadían el país, una decisión que había justificado el propio Aznar proclamando ante el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas que la dictadura de Sadam Husein poseía "armas de destrucción masiva".
Se puede definir el "síndrome de las Azores" como el afán de protagonismo histórico desbocado que embargó José María Aznar en aquellas islas aún portuguesas. El líder del Partido Popular, que había despuntado políticamente de joven atacante la debilidad del franquismo crepuscular y reivindicando el pensamiento de José Antonio, creyó llegado el momento de la plena justicia histórica para España. Finalmente, la nación ligada antes que ninguna otra del mundo, recuperaba la dignidad que le correspondía por decisión divina. Detrás del gesto y el escenario, sin embargo, había muy poca cosa.
El protagonismo de la invasión de Irak correspondió a los Estados Unidos y el Reino Unido. España hacer el papel de comparsa prescindible. Bush y Blair necesitaban un haba poco o muy útil para desviar y compartir las responsabilidades de la grave decisión. José María Aznar se prestó pagadíssim. Pero la invasión de Irak se acabó convirtiendo en un vía crucis para los impulsores. También para Aznar, que vio como una cadena de atentados brutales desorientaron su gobierno y convencer a la mayoría de la opinión pública que había apartar al Partido Popular del poder. La arrogancia de las Azores se convirtió derrota y, del puro, no quedó ni la ceniza.
El síndrome de las Azores no afectó José María Aznar como un brote esporádico de un virus colonial incontrolado. El presidente español ya lo llevaba empollado. La arrogancia desproporcionada ha sido una constante histórica del nacionalismo español de raíz castellana. La enorme chulería, que sólo es capaz de derrotar a los enemigos internos, es la misma que la ha definido, este nacionalismo, desde que tomó conciencia de la propia existencia. Es también la que exhibían, descarados, Franco y Millán Astray en una fotografía de grupo africanista. O la que llevaba miles de manifestantes a rebuznar en la calle contra el mundo que intentaba civilizarse: " Si Ellos Tienen ONU, nosotros Tenemos dos . "Es el orgullo que el propio Aznar intentaba homologar internacionalmente usurpando y desfigurando el concepto de" patriotismo constitucional ". En España el patriotismo siempre ha sido el mismo. Con Constitución o sin ella. Dentro o fuera de las Azores.
Este síndrome ha vuelto a aflorar ahora. En los duros momentos en que España debería agachar la cabeza y reconocer los errores perpetrados con los fondos de cohesión, los estructurales y las ayudas de la Política Agraria Común. En los tristes momentos en que España debería aceptar que su crecimiento se ha asentado sobre pilares de arena. En los dramáticos momentos en que España debería asumir que mantiene un estado del bienestar para ricos sustentado en unos ingresos tributarios de pobre. Pero justo en estos momentos el presidente y los ministros españoles se giran arrogantes contra Europa, le exigen que cumpla y le advierten que no se dejará humillar. Algunos de estos ministros, que no superarían un test de solvencia intelectual, recuperan la sonrisa de hiena, los zapatos exhibidas y el puro de Aznar y, envueltos en andrajos , aunque se atreven poder.
El síndrome de las Azores es un gusano que ha carcomido siempre España. Y aún se jacta. Y ahora que no tiene otro horizonte más esplendoroso, mira hacia los jugadores de su selección, que se proclaman orgullosos de ser hijos suyos. Y sus cervezas hacen anuncios en la televisión donde un chico, con un equipo de fútbol y unos cuantos ancianos, planta cara a una invasión extraterrestre, que se atreve porque pintan bastos pero que se arruga cuando ve las salvas de saliva habituales, que en España siempre han pretendido hacer de munición. Contra la agresión marciana, que les da " un poco de bajón ", los españoles le oponen" abuelos, amigos, bares, reuniones y favores ". Y el peligro alienígena, asustado, huye hacia arriba.
Afirman los ministros españoles que no vendrán "los hombres de negro". Ojalá. Ojalá vengan. Los burócratas europeos a menudo sirven de poco. No fueron capaces de detener la guerra de los Balcanes y se estrellan, una y otra vez, contra las impotencias de sus gobernantes, que sólo ahora insinúan una política fiscal común y efectiva, cuando la unión monetaria hace tambalear todo el artefacto comunitario. Pero al menos estos hombres de negro no sufren el síndrome de las Azores. Mientras España alardeaba, ellos pagaban la broma. Y ahora, mientras España sigue alardeando, tratan de evitar que lo haga en medio de un vertedero.